Toda crisis económica, y más si es de la magnitud territorial y temporal de la actual, supone profundos cambios en las sociedades que las sufren.
Cambian los hábitos de consumo, los sistemas productivos, el papel del estado, las decisiones de inversión, y un largo etcétera que cada cual puede completar simplemente con echar un vistazo a su alrededor.
Se incorporan nuevas palabras a nuestro lenguaje cotidiano (prima de riesgo, preferentes,...) y nuestra percepción de la realidad y, sobre todo, nuestra estimación de lo que está por venir, se va transformando. El pesimismo se abre camino, el "por si acaso" reina por doquier, se elimina todo lo superfluo, y como contrapunto positivo, se recupera el sentido común en muchos ámbitos de la vida.
Nos damos cuenta de lo que se ha hecho mal, de lo que se ha dilapidado, de lo que parecía una realidad y en realidad era un sueño que acabó convertido en pesadilla de deudas, y poco a poco nos va apoderando la duda de si alguna vez saldremos o nos sacarán de semejante embrollo.
Y siempre necesitamos culpables, es la única forma de desahogarnos, o de esconder nuestros propios errores. Despotricamos contra políticos, banqueros y demás. Culpables sin duda en muchos casos, cómplices en otros, pero no los únicos. Buena parte de la sociedad se sentía cómoda apoltronada en esa abundancia sin límite en la que se vivía por encima de las posibilidades reales del país.
Hay quien apunta a que la crisis era inevitable, que la avaricia forma parte de la naturaleza humana y como tal da lugar periódicamente a este tipo de situaciones. Puede que tenga razón, pero me parece demasiado cómodo pensar que era inevitable, que no merece la pena luchar para que no se repita.
Si todos participamos en mayor o menor medida en los errores que ahora arrastramos, todos debemos ser parte activa de la solución. Una solución que existe, sin duda, aunque debamos asumir que los viejos tiempos no volverán.
Vendrán otros, diferentes, quizá mejores. ¿Por qué no?.
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